27/12/2015 Por Fundación TTM

Si quieres, puedes¡ – Ferràn Salgado Serrano

Mi relación con la tartamudez: mis dos nacimientos

Por Ferràn Salgado Serrano, miembro de la Fundación Española de la Tartamudez

Si os digo que nací dos veces no me toméis por loco. Sé muy bien lo que me digo y sé que ambas efemérides han sido relevantes en mi vida, sobre todo la segunda, pues a partir de entonces me he convertido en quien soy: mi forma de ser, mis pensamientos, mis actuaciones y mis decisiones han dependido siempre de ese lejano segundo acontecimiento. Lo interesante ―triste, más bien― es que el tiempo que transcurrió entre uno y otro fue demasiado breve ―si se compara con la vida de un ser humano― y prácticamente inexistente ―en relación con el universo infinito―. No obstante, si insisto en mi afirmación inicial pero no os ofrezco una explicación acorde con su importancia, aunque no quisiera que me tomaran por paranoico vosotros lo haríais con razón. Así pues, no hay nada mejor para haceros desistir de la idea que empezar a narrar lo ocurrido. ¿Cómo empiezo? Pues como todas las historias: por el principio.

Mi primer nacimiento se produjo el día 26 de julio ―lunes― del año 1971, a las 18 horas aproximadamente, en la Clínica Tres Torres de Barcelona. A esa hora ―más bien durante las horas precedentes― mi madre estaba dando a luz a su cuarto hijo ―yo― entre la alegría y el dolor, y el cansancio acumulado por la incómoda postura y las respiraciones jadeantes. Tras un deseado suplicio mostré la cabecita y me presenté al mundo entre restos de sangre y viscosidad. Pronto recibí el cariño ―y el calor humano― de mi madre mediante besos, sollozos alegres y caricias. Durante los siguientes meses mi existencia se convirtió en un aprendizaje constante envuelto en llantos, sonrisas, primeros sonidos, iniciales andaduras y un increíble despertar de sensaciones. En ese tiempo fui feliz y sobre todo inocente.

Por desgracia, esa idílica sensación gratuita y desinteresada se desvaneció demasiado pronto, pues solo duró un año y medio. Fue entonces cuando mi vida cambió para siempre y no tuve más remedio que volver a nacer.

Mi segundo nacimiento ocurrió el día 15 de abril ―domingo― del año 1973, en el Hospital Cruz Roja Española de Tarragona, cuando tenía apenas 19 meses de vida. A decir verdad, en esa ocasión no salí del cuerpo de mi madre sino que había entrado con carácter de urgencia como paciente a raíz de múltiples lesiones producidas en un accidente de tráfico. (Toda la familia fuimos por primera vez al pueblo de vacaciones, donde iríamos durante los siguientes diecinueve años por Semana Santa y verano). Según el parte médico, al ingresar presentaba los siguientes síntomas: estado de coma superficial con gran disturbio respiratorio y afectación de las constantes respiratorias, ausencia de reactividad a los estímulos dolorosos profundos en miembros izquierdos per hemiplejía absoluta de dicho lado. Tras una exploración más intensa los médicos llegaron al siguiente diagnóstico: fractura parieto-occipital izquierda, arteriografía carotidea derecha e intenso dismetabolismo regional hemisférico izquierdo. A causa de la notable dificultad de respiración ―hoy en día aún debo hacer inhalaciones prolongadas porque me quedo sin aire―, en quirófano los médicos me practicaron una traqueotomía de urgencia. (Muchas veces he pensado en ello, pues las técnicas médicas del año 1973 no son las que hay en la actualidad (2015), y visualizo al médico como me práctica el agujero con un bolígrafo Bic). A pesar de que sé que se hizo de forma correcta, en mi cuello aún se percibe la imborrable cicatriz, cuya marca me recuerda día tras día ese fatal suceso. Después de trece días ingresado ―la recuperación siguió su curso de forma casi satisfactoria en su totalidad―, me dieron el alta el día 28 de abril ―sábado―, no sin algunas secuelas en mi cuerpo: leve hundimiento craneal, desviación de la columna vertebral y por último ―fuese ya provocado directamente por el accidente o como consecuencia psicológica del mismo― dificultad en el habla: tartamudez.

Recuerdo mi infancia como la etapa más feliz de mi vida porque aún mantenía la ignorancia sobre las consecuencias que me estaba produciendo la tartamudez, cuya sombra ya tenía. Era todavía más feliz en la época estival, ya no solo por estar de vacaciones sino porque podía expresarme de forma oral tal y como era, pues mis amigos del pueblo jamás se burlaron de mí. Debo decir que la mayor concentración de sonrisas que he tenido nunca ha sido durante esa época ―como muestra la foto―. Aun así, experimenté algunos episodios de burlas y bromas de mis compañeros de clase (EGB), aunque fueron muy pocos. A raíz del accidente, durante esa época infantil tuve que calzar unos zapatos especiales (parecían botas militares) y llevar un corsé ortopédico durante varios años por los problemas de desviación de la columna, amén de practicar natación desde los tres años de edad. Si además de las botas y el corsé, la tartamudez afloraba cada dos por tres, os puedo asegurar con franqueza que si bien no era el chico más popular del colegio sí era el que se distinguía con mayor facilidad. Al mismo tiempo, a pesar de ir durante unos años a un logopeda, con doce años (1983) les dije a mis padres que no quería volver porque no me producía ningún efecto de mejora. Recuerdo que tan solo nos hacían repetir las vocales y vocalizar de forma exagerada, pero seguía tartamudeando. (Con el debido respeto a las personas que tartamudean ―me incluyo―, las nuevas generaciones lo tienen “más fácil” porque hoy en día existen teorías, estudios, tratamientos y, sobre todo, aceptación social y organismos como la Fundación Española de la Tartamudez. En mi infancia y adolescencia (décadas 70 y 80) no existía nada de eso y el hecho de convivir con la tartamudez era muy difícil, al menos para mí).

A cada uno la tartamudez le ha afectado de distinta manera. En mi caso, ha influenciado negativamente al 100% en mi forma de ser y con mayor énfasis a medida que he ido creciendo. He sido, soy y supongo que seguiré siendo ―aunque procuro no serlo― una persona muy introvertida (evitación), quizá sea una cuestión de genes pero estoy convencido de que la tartamudez ha potenciado mi introversión. Debido a su efecto, he sido una persona con nula  ―casi― relación social, no me siento cómodo en sitios donde hay mucha gente, no soporto los ruidos y me siento cómodo con el silencio, me agrada más escuchar que hablar. Son pocas las personas que me conocen realmente como soy, porque delante de mí siempre permanece una armadura que coloco yo mismo a modo de protección. Confío en poca gente, pero los que logran romper esa coraza puedo hablarles sin temor de cualquier tema y, por supuesto, sin importarme los bloqueos, la tensión y las repeticiones.

En los últimos años ―con más motivo en los últimos meses― he llegado a la conclusión de que he fracasado en mi vida porque no he logrado lo que un día deseé tener. La tartamudez me ha hecho vivir una vida en solitario, casi escondido de la sociedad y sin soporte de ningún tipo. Hasta hace poco, me he hallado solo y sin perspectivas de que eso cambie, aunque poco a poco procuro cambiar las cosas. El miedo a expresarme de forma oral me ha impedido conversar con los demás, y experimentar el día a día encerrado en una especie de cárcel psicológica que me atrapa, si bien espero romper pronto los barrotes.

Si mi propia existencia ha sido como la he descrito en los párrafos anteriores es debido a dos cuestiones principales: la primera radica en la aceptación de mi tartamudez, ya que hasta ahora no la he aceptado, siempre la he visto como una enemiga en lugar de una compañera; la segunda estriba en que hasta ahora nunca había tenido relación con otra persona que tartamudeara, siempre la he vivido en soledad, como he dicho anteriormente. Desde que conocí la Fundación Española de la Tartamudez, mi soledad se diluye con premura y mi propia aceptación surge con fuerza. Junto a mis compañeros de la Fundación ―en concreto, el grupo de Barcelona al que pertenezco― creo que ya me toca nacer por tercera vez: la definitiva y la mejor de todas.

Semanas atrás, una amiga me planteó la siguiente cuestión: ¿Si volvieras a nacer te gustaría no tartamudear? Es decir, ¿si no tartamudearas cambiaría tu forma de ser? Mi respuesta automática fue que me agradaría no haber tartamudeado a lo largo de mi vida a fin de no experimentar el sufrimiento que he sentido durante estos años. Entonces, ocurrió el milagro. Ella me hizo ver que estaba equivocado y me convenció. Si soy como soy es gracias a la tartamudez: soy una persona sensible e inteligente, alguien con inquietudes intelectuales fruto de mi pasión por la lectura y la escritura ―hasta ahora he preferido expresarme por escrito que de forma oral―, en definitiva ―salvo los defectos que pueda tener, que los tengo― me considero una buen persona.

Gracias chicos.

Ferràn Salgado Serrano

ferran